Uno es el Alejandro inspirado en las doctrinas de su gran maestro Aristóteles y en su natural condición, otro el conquistador poseído del delirio de divinización que le inocularon los aduladores.
Plutarco nos dice que aquel grande hombre era por naturaleza frugal, abstemio y de corazón noble. Cuando Antípater le escribió una carta llena de quejas contra Olimpia, Alejandro exclamó: "No sabe Antípater que cien mil cartas suyas se borran con una lágrima de mi madre". Al general que le comunicaba sobre los deliciosos placeres sensuales que hallaría en el Asia Menor, le contestó: "¿Qué cosas deshonrosas sabes de mí, que me escribes tan indignas abominaciones?". Amante de la verdad, arrojó a un río el diario que escribió un historiógrafo suyo sobre la expedición a la India, porque contenía muchas mentiras tendientes a agradar al héroe. Generoso en la amistad, apuró la bebida que le recetó en Tarso su médico Filipo para aplacar la fiebre, y en seguida le entregó al médico la carta en que se le acusaba de querer envenenarlo para agradar a Darío.
Muy otro es el vencedor de los persas, glorificado por los pueblos, contaminado por la sensualidad del fastuoso Oriente. Para su corte, dice un historiador, encargó toda la púrpura de la Jonia; ocho columnas de oro sostenían el dosel de su tienda de audiencia custodiada por 2.000 guardias uniformados. Su silla era de plata; su serrallo guardaba 360 odaliscas y esclavas. Sus compañeros miraban con estupor que "el rey guerrero de Macedonia se hubiera convertido en su persa", y esto agrió el alma del conquistador. Turbada la razón por las lisonjas y adoraciones que se tejieron en torno suyo, Alejandro cometió inauditos excesos. Golpeó con furia a su general Casandro porque no pudo menos que reír al ver el culto casi divino que se le rendía. Como Clito recordó las hazañas de los reyes macedonios extintos en momentos en que Alejandro las menospreciaba, entre copa y copa, y en lo más agrio de la disputa le dijo: "Esta mano te salvó la vida, oh Alejandro", éste se arrojó sobre él y lo atravesó con una lanza exclamando: "Vete con tu Filipo y tu Parmenión". Más al contemplar el cadáver de su amigo, se entregó al más profundo arrepentimiento hasta el punto de pasar tres días sin comer, sollozando y llamando a Clito sin cesar.
Pero los aduladores trataban de acallar sus remordimientos, envolviéndolo en una atmósfera de corruptoras lisonjas. Anaxarcos, al ver el abatimiento de Alejandro por el asesinato de Clito, buscaba consolarlo diciéndole que cuanto procede de los dioses es justo, aconsejaba al macedonio cortar la cabeza de todos los reyes orientales y cuando oía estrépito en las nubes, le preguntaba: "¿Eres tú quien truenas, oh hijo de Jupiter?". El arquitecto Scopas le propuso cincelar una estatua gigantesca cortando el monte Athos a imagen de Alejandro, de modo que en una mano se asentara una ciudad y que de la otra manara un río. Y hasta pretendieron otros aduladores serviles hacerles creer que la sangre que manaba de una herida de Alejandro no era humana sino icor: sangre de los dioses.
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