A orillas del río Eurotas, en la región de Lacedemonia o Laconia (Sur del Peloponeso) quedaba la ciudad de Esparta.
Cuando los dorios invadieron esa región, redujeron a la esclavitud a los ilotas, habitantes de Helos que no se sometieron.
Quien dio fisonomía propia a Esparta fue Licurgo (S. IX a. de C.), legendario legislador a quien se atribuye la Constitución que rigió en la ciudad. Esta Constitución conformó un pueblo de guerreros y un Estado omnipotente, señor y dueño del hombre. Hasta el hablar lo sometió a reglas, las comidas debían hacerse en grupos y en mesas públicas cuyo sostenimiento corría a cargo de las gentes. Los niños recién nacidos, si eran débiles o defectuosos, eran despeñados por las faldas del monte Taigeto, pues se consideraban inútiles para la guerra, supremo fin del Estado.
Fatales fueron esas leyes. Mataron la libertad, reglamentándolo todo. Crueles y bárbaras, eliminaban a los débiles y hacían insolentes a los fuertes. Las continuas y la limitación de
la población exterminaron a Esparta, hasta el punto de que en tiempo de Alejandro Magno (S. IV a. de C.) no pasaban de 700 los espartanos.
Educada únicamente para la fuerza física, Esparta no produjo nada en ciencias y artes, no dio ni un sabio ni un artista. Era en realidad un cuartel.
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