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sábado, 30 de abril de 2016

Lectura

Clemente de Metternich-Winneburg (1773-1859)

Hábil diplomático y no menos sagaz político, el príncipe de Metternich domina la historia de Europa durante la restauración, el período que se inicia con la victoria de los aliados sobre Napoleón Bonaparte en 1814 y termina, propiamente, con la revolución de febrero-marzo de 1848. Hombre de acción y amante de considerar las cosas desde el punto de vista práctico, convirtió el sistema místico-idealista de la Santa Alianza ---idea del Zar Alejandro I--- en un poderoso instrumento de conservación de las monarquías legítimas ante la oleada revolucionaria. Su sistema ---la intervención armada para restablecer el orden en el país que fuera perturbado por los movimientos liberales y nacionales--- resume toda época. Por esta causa, Metternich fue criticado vivamente por los elementos exaltados de Europa como el representante más conspicuo de la reacción. A través de los años, su obra aparece como muy meritoria, pues permitió la recuperación de Europa en un ambiente de paz y el mantenimiento del equilibrio continental.

Nacido en Coblenza el 15 de mayo de 1773, hijo del conde Francisco Jorge de Metternich-Winneburg, embajador de Austria ante los treselectores renanos, creció en un ambiente propicio para ser educado en la diplomacia y en la política. En 1788 ingresó a la universidad de Estrasburgo. En esta ciudad hizo su primera experiencia de la revolución, cuando las turbas asaltaron el ayuntamiento el 21 de julio de 1789. Continuó sus estudios en Maguncia, aunque luego los interrumpió al ser nombrado su padre gobernador de los países ante la invasión de las tropas de la convención francesa. Estos hechos explican sobradamente la formación antirrevolucionaria de su carácter.

Arruinada su familia por el secuestro de sus bienes por la república, Metternich rehízo su fortuna mediante el enlace con la princesa Eleonora de Kaunitz, rica heredera austriaca (27 de septiembre de 1765). Esta boda le introdujo en los mejores círculos de Viena, en done el joven conde brilló por su galantería y sus exquisitos modales. Su carrera diplomática se inició en 1797, al ser nombrado representante de los príncipes de Westfalia en el congreso de Rastadt. En 1801 fue enviado a la corte del elector de Sajonia como plenipotenciario de Austria. De aquí pasó a la embajada de Berlín en 1803, donde empezó a destacar por su dominio de las cuestiones políticas, pese a no haber logrado sacar a Prusia de su neutralidad. Sus maneras encantaron al embajador francés, de modo que en 1806 Napoleón instó que le fuera enviado Metternich como embajador de Austria en París. Así se inició el terrible duelo entre aquellos dos hombres, uno el genio de la guerra y del Estado, el otro su discípulo aventajado en el arte del gobierno y su maestro en las intrigas diplomáticas.

Durante su estancia en París, Metternich pudo darse cuenta de la íntima debilidad del régimen napoleónico empeñado en nuevas y agotadoras conquistas. Así, en 1809 fue uno de los que apoyaron los propósitos belicistas del gobierno de Viena, que acabaron de modo tan lamentable en Wagram. Poco antes de darse esta batalla, el 8 de julio de 1809, sucedía a Stadión en la cancillería imperial el 4 de agosto era nombrado ministro de Estado. En calidad de tal tuvo que presidir el desastroso tratado de Schonbrunn el 14 de octubre de 1809.

En las críticas circunstancias de aquellos años, Metternich dio pruebas de su alto valer. Para derrotar a Napoleón era preciso que Austria se recobrara en un ambiente de confianza respecto al gran corso. A tal objeto logró concertar el enlace entre éste y la princesa María Luisa, a la que acompañó a París (1810). Metternich reorganizó la hacienda, el ejército y la administración de Austria imponiéndose a la corte, que no le perdonaba su aproximación a Francia y a la intelectualidad, que veía en él a un hombre mezquino, desprovisto de la llama del ideal. Sólo el emperador Francisco I le otorgó plena confianza. Resultado de su maquiavélica política, nunca tan perfecta como en el coloquio de Dresde y en el congreso de Praga de julio de 1813, fue la entrada de Austria en la guerra, al lado de las potencias aliadas, en el momento más favorable para asestar un durísimo y mortal golpe a Napoleón. Los éxitos militares de 1813 y 1814 consolidaron definitivamente su posición en Austria.

La estrella de Metternich como gran político europeo se afirma entre 1817 y 1823. En 1814 y 1815, durante el congreso de Viena, en que brillaron sus grandes cualidades de hombre de sociedad y hábil diplomático, fue, sobre todo, un gran austriaco, que supo dar coherencia al Imperio, aun a costa de renunciar a los países bajos. Las figuras del Zar Alejandro y de Castlereagh le relegaron, de momento, a segundo plano. Pero cuando fue preciso hacer frente a la agitación subversiva, entonces su persona pasó a encarnar el espíritu de la restauración. Ideas suyas fueron la reunión de congresos periódicos y el principio de intervención de las grandes potencias en los Estados que se vieran perturbados por los revolucionarios. En los congresos de Carlsbad y Viena, primero, y luego en los de Troppau y Laybach, Metternich condujo la política que le permitió, simultáneamente, restablecer la hegemonía de Austria en Alemania e Italia y la autoridad de los monarquías legítimas sobre los elementos liberales. En Verona, en 1822, su sistema llegó al apogeo con la intervención de Francia en España para restaurar a Fernando VII en su poder. La cuestión de Oriente, provocada por el movimiento de independencia de los helenos, representó el primer golpe dado a su sistema internacional. Inglaterra y Rusia sacrificaron la legitimidad de la puerta en beneficio de sus intereses particulares (1826-1830). Luego, la revolución de julio en París fue otro grave quebranto que sufrieron sus planes. Sin embargo, no se crea que éstos desaparecieron de la escena. En realidad, el príncipe de Metternich había obtenido un gran triunfo al ver confirmada su predicción de que la resolución volvería. El tratado austro-ruso-prusiano de Munchengratz (1833) revalidó los principios del sistema intervencionista y presidió los últimos años del absolutismo en el centro de Europa. Pero éste fue su último éxito. Envejecía, y aunque su mente continuaba lúcida, perdió su voluntad. La ascensión al trono de Fernando I (1835) dio ocasión a sus enemigos para que levantaran la cabeza. Pero era preciso una conmoción violenta para arrancar a Metternich de su pedestal. La revolución de marzo en Viena (13 de marzo de 1848) le sorprendió. Hubiera querido dominarla por armas; pero la corte se opuso a esta medida. El mismo día algún tiempo en esta nación y luego en Bélgica. El 24 de abril de 1851 regresó a Viena, previa autorización del emperador Francisco José. Murió en esta ciudad el 11 de junio de 1859, por los años en que, en la lejana Crimea, se había jugado realmente la suerte de la obra que había definido con tanto tesón: la del Congreso de Viena. (Tomado de: VICENS VIVES, Jaime. Figuras de la historia. Hombres ilustres. T. II. Barcelona:Publicaciones del instituto Gallach. 1944, pp. 176-177).

Las condiciones sociales, políticas y económicas de Inglaterra a finales del siglo XVIII originaron un fenómeno de gran transcendencia para el desarrollo del capitalismo: la revolución Industrial.
La ilustración nos muestra una fábrica mecánica de hilados, 1892.

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